Guillermo Valencia

Guillermo Valencia

Popayán, 20 de octubre de 1873 – Popayán, 8 de julio de 1943

 

A LA MEMORIA DE JOSEFINA

I

De lo que fue un amor, una dulzura

sin par, hecha de ensueño y de alegría,

sólo ha quedado la ceniza fría

que retiene esta pálida envoltura.

 

La orquídea de fantástica hermosura,

la mariposa en su policromía

rindieron su fragancia y gallardía

al hado que fijó mi desventura.

 

Sobre el olvido mi recuerdo impera;

de su sepulcro mi dolor la arranca;

mi fe la cita, mi pasión la espera,

 

y la vuelvo a la luz, con esa franca

sonrisa matinal de Primavera:

¡Noble, modesta, cariñosa y blanca!

 

II

 

Que te amé, sin rival, tú lo supiste

y lo sabe el Señor; nunca se liga

la errátil hiedra a la floresta amiga

como se unió tu ser a mi alma triste.

 

En mi memoria tu vivir persiste

con el dulce rumor de una cántiga,

y la nostalgia de tu amor mitiga

mi duelo, que al olvido se resiste.

 

Diáfano manantial que no se agota,

vives en mí, y a mi aridez austera

tu frescura se mezcla, gota a gota.

 

Tú fuiste a mi desierto la palmera,

a mi piélago amargo, la gaviota,

¡y sólo morirás cuando yo muera!

 

LOS CAMELLOS

 

«Lo triste es así…»

Peter Altenberg

 

Dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,

de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,

los cuellos recogidos, hinchadas las narices,

a grandes pasos miden un arenal de Nubia.

 

Alzaron la cabeza para orientarse, y luego

al soñoliento avance de sus vellosas piernas

-bajo el rojizo dombo de aquel cenit de fuego-

pasaron, silenciosos, al pie de las cisternas…

 

Un lustro apenas cargan bajo el azul magnífico,

y ya sus ojos quema la fiebre del tormento:

tal vez leyeron, sabios, borroso jeroglífico

perdido entre las ruinas de infausto monumento.

 

Vagando taciturnos por la dormida alfombra,

cuando cierra los ojos el moribundo día,

bajo la virgen negra que los llevó en la sombra,

copiaron el desfile de la melancolía.

 

Son hijos del Desierto: prestóles la palmera

un largo cuello móvil que sus vaivenes finge,

y en sus marchitos rostros que esculpe la Quimera

¡sopló cansancio eterno la boca de la Esfinge!

 

Dijeron las Pirámides que el viejo sol rescalda:

«amamos la fatiga con inquietud secreta…»

y vieron desde entonces correr sobre su espalda,

tallada en carne, viva, su triangular silueta.

 

Los átomos de oro que el torbellino esparce

quisieron en sus giros ser grácil vestidura,

y unidos en collares por invisible engarce

vistieron del giboso la escuálida figura.

 

 

Todo el fastidio, toda la fiebre, toda el hambre,

la sed sin agua, el yermo sin hembras, los despojos

de caravanas…, huesos en blanquecino enjambre…,

todo en el cerco bulle de sus dolientes ojos.

 

Ni las sutiles mirras, ni las leonadas pieles,

ni las volubles palmas que riegan sombra amiga,

ni el ruido sonoroso de claros cascabeles

alegran las miradas al rey de la fatiga.

 

¡Bebed dolor en ellas, flautistas de Bizancio,

que amaís pulir el dáctilo al son de las cadenas;

sólo esos ojos pueden deciros el cansancio

de un mundo que agoniza sin sangre entre las venas!

 

¡Oh, artistas! ¡Oh, camellos de la llanura vasta

que vais llevando a cuestas el sacro Monolito!

¡Tristes de Esfinges! ¡Novios de la Palmera casta!

¡Sólo calmais vosotros la sed de lo infinito!

 

¿Qué pueden los ceñudos? ¿Qué logran las melenas

de las zarpadas tribus cuando la sed oprime?

Sólo el poeta es lago sobre este mar de arenas,

sólo su arteria rota la Humanidad redime.

 

Se pierde ya a lo lejos la errante caravana

dejándome -camello que cabalgó el Exilio…

¡cómo buscar sus huellas al sol de la mañana,

entre las ondas grises de lóbrego fastidio!

 

¡No! Buscaré dos ojos que he visto, fuente pura

hoy a mi labio exhausta, y aguardará paciente

hasta que suelta en hilos de mística dulzura

refresque las entrañas del lírico doliente.

 

Y si a mi lado cruza la sorda muchedumbre

mientras el vago fondo de esas pupilas miro,

dirá que vio un camello con honda pesadumbre

mirando, silencioso, dos fuentes de zafiro…

                      

 

PALEMON EL ESTILISTA

 Enfuriado el Maligno Spíritu

de la devota e sancta vida que

el dicho ermitanno facía, entróle

fuertemientre deseo de facerlo

caer en grande y carboniento

peccado. Ca estos e non otros

son sus pensamientos e obras.

  

APELES MESTRES.-Garín.

 

 

Palemón el Estilista, sucesor del viejo Antonio,

que burló con tanto ingenio las astucias del demonio,

antiquísima columna de granito

se ha buscado en el desierto por mansión;

y en un pie sobre la estela

ha pasado muchos días

inspirando a sus oyentes

el horror a los judíos

y el horror a las judías

que  endiosaron, ¡ Dios del Cielo!,

que endiosaron a una hermosa

de la vida borrascosa,

que llamaban Herodías.

 

Palemón el Estilita «era un Santo». Su retiro

circuían mercadantes de Lycoples y de Tiro,

judaizantes de apartadas sinagogas,

que anhelaban de sus labios escuchar

la palabra de consuelo,

la palabra de verdad

que nos salve del castigo,

y de par en par el Cielo

nos entregue: solo abrigo

contra el pérfido enemigo

que nos busca sin cesar,

y nos tienta con el fuego de unos ojos

que destella bajo el lino de una toca,

con la púrpura de frescos labios rojos

y los pálidos marfiles de una boca.

 

Alrededor de la columna que habitaba el Estilita,

como un mar efervescente, muchedumbre ingente agita

los turbantes, los bastones y los brazos,

y demanda su sermón al solitario,

cuya hueca voz de enfermo

fuerzas cobra ante la mies

que el Señor ha deparado

a su hoz, y cruza el yermo

que turbaron otros tiempos los timbales de Ramsés.

 

Y les habla de las obras de piedad y sacrificio,

de las rudas tentaciones del Apóstol y del vicio

que llevamos en nosotros; del ayuno y el cilicio;

del vivir año tras año con las fieras,

bajo rotos quitasoles de palmeras;

y les cuenta lo que es sed y lo que es hambre,

lo que son las noches cálidas de Libia,

cuando bulle de planetas un enjambre

y susurra en los palmares aura tibia,

que provocan en el ánimo, cansado

de una vida muerta y loca,

los recuerdos tormentosos

que en los días pesarosos,

que en los días soñolientos

de tristezas y de calma

nos golpean en el alma

con sus mágicos acentos,

cual la espuma débil

toca

la cabeza dura y fría

de la roca.

 

De la turba que le oía,

una linda pecadora

destacóse: parecía

la primera luz del día;

y en lo negro de sus ojos

la mirada tentadora

era un áspid: amplia túnica de grana

dibujaba las esferas de su seno;

nunca vieron los jardines de Ecbatana

otro talle más airoso, blanco y lleno;

bajo el arco victorioso de las cejas

era un triunfo la pupila quieta y brava,

y, cual conchas sonrosadas, las orejas

se escondían bajo un pelo que temblaba

como oro derretido;

de sus manos blancas, frescas,

el purísimo diseño

semejaba lotos vivos

de alabastro,

irradiaba toda ella

como un astro;

era un sueño,

que vagaba

con la turba adormecida,

y cruzaba

-la sandalia al pie ceñida-

cual la muda sombra errante

de una sílfide,

de una sílfide seguida

por su amante.

 

Y el buen monje

la miraba,

la miraba,

la miraba,

y, queriendo hablar, no hablaba,

y sentía su alma esclava

de la bella pecadora de mirada tentadora;

y un ardor nunca sentido

sus arterias encendía,

y un temblor desconocido

su figura,

larga

y flaca

y amarilla,

sacudía:

¡ era amor! El monje adusto

en esa hora sintió el gusto

de los seres y de la vida;

su guarida

de repente abandonaron

pensamientos tenebrosos

que en la mente

se asilaron

del proscrito,

que, dejando su columna

de granito,

y en coloquio con la bella

cortesana,

se marchó por el desierto

despacito…

a la vista de la muda,

¡ a la vista de la absorta caravana!…

 

HIMNO DEL ESTUDIANTE

 

Alma ciencia, tus hijos hoy vienen

a mullir de coronas tu altar,

en ofrenda a la dulce esperanza

con que arrullas el arduo pensar.

 

Tú confieres invicta nobleza,

y ante el paria doblegas al rey,

sólo un canon regula tus ritos:

la desnuda verdad es tu ley.

 

Danos ya la vivífica norma

que redime el humano dolor

y congregue en la mesa del mundo

al esclavo de ayer y al señor.

 

Tú nos das, como otrora Minerva,

pulcro acero de sino triunfal,

para herir la soberbia impostura

y vencer los tigres del mal.

 

Quien bebió de tu mágico filtro

seguirá del Espíritu en pos,

ya descienda hasta el limo del hombre

o remonte hasta el ápice: ¡Dios!

 

A tu aljaba pedimos ansiosos

fieros dardos del libre volar

que defiendan los patrios anhelos

en la tierra, en el aire y el mar.

 

Cifras somos del hoy y el mañana,

nos encienden amor y virtud,

escuchad la palabra sublime:

Juventud, Juventud, Juventud.

 

Signo grácil de luz y armonía,

nos preside una Reina feliz,

campo níveo con halo de aurora,

viva imagen de heráldico lis.